Motivación vs. responsabilidad (historia de un nacimiento)


El pasado 17 de marzo nacía, en el hospital de Sant Pau, mi segunda hija: Paula. Habían pasado 12 días desde la fecha prevista inicialmente. Casi dos semanas larguísimas en las que la desesperación de la madre iba en aumento, mezcla entre la impaciencia por ver a su hija y los síntomas físicos de verse cada vez más pesada y cansada.

Durante el tiempo de espera, fuimos tres veces a la sesión de controles (vulgarmente conocidos como correas), en los que las comadronas controlan el ritmo del corazón del bebé y las contracciones. Una de esas sesiones las hizo Teresa, una comadrona suplente que vino de Zaragoza a Barcelona en busca de un puesto estable en el mundo sanitario y que, según nos contó, sólo trabaja a días sueltos cuando la van llamando. Su atención, comprensión y cariño hacía las futuras mamás que estaban en la sesión fueron insuperables. Las otras dos sesiones las hizo Aurora, una mujer de 61 años y que de entrada rompió todos mis esquemas: abrazaba a las madres, hablaba con las barrigas como si lo hiciera con los bebés e incluso canturreaba las canciones que sonaban de fondo. Cuando te habías acostumbrado a su comportamiento, notabas que irradiaba una alegría especial, una especie de buen rollo que no acostumbras a vivir en los hospitales.

El día 17 el parto estaba programado a las 21,00, pero sobre las tres de la tarde la cosa se puso muy fea. Asustado, llamé al teléfono de urgencias de la Generalitat para explicar lo que estaba pasando. Me contestaron que colgase el teléfono inmediatamente y llevase a mi mujer a urgencias lo más rápido posible. La madre no quería salir de casa sin llamar a Aurora, la comadrona de las "correas". ¡Como nos gustaría tener en nuestras empresas personas que fidelicen de esa manera! Conseguí convencerla de que la llamase desde el coche mientras íbamos al hospital.



Así lo hice, la dejé en urgencias y me fui a aparcar el coche. Cuando volví, una de las comadronas que estaban en la sala de partos me cogió la mano y me preguntó si estaba bien. A partir de ahí, todo el equipo nos trató de un modo tan dulce que me dejaron fuera de juego. Al nacer la niña, Aurora bajó a propósito a la sala de partos para vernos. Después de todo lo sucedido, lo único que se me ocurrió fue darle un abrazo enorme. En ese momento me di cuenta de que, cuando la sensibilidad está a flor de piel, ese trato al "cliente", no tiene precio. Eso no se compra, se tiene o no se tiene. No es una cuestión de motivación, sino de responsabilidad, de saber que esa es la forma correcta de hacer las cosas y es como hay que hacerlas. No existe ningún curso de formación que enseñe esa responsabilidad y, si se tiene, no tiene precio para el cliente ni para la empresa.

La entrada del hospital estaba llena de pancartas contra los recortes. La propia Aurora celebraba ese día que había firmado su jubilación anticipada porque estaba viendo cosas que no le gustaban. 

Cuando nos subían a la habitación, yo no dejaba de darles las gracias. No habían hecho bien su trabajo. Para mi, habían hecho mucho más. Habían superado de lejos mis expectativas y habían establecido una relación que va mucho más allá de la que se establece entre profesional y cliente. 

¡Gracias, muchísimas gracias!

Comentarios

Entradas populares de este blog

Echa la culpa a otro. Serás mediocre pero feliz

Delegar no es asignar tareas

Ventajas y desventajas de la subcontratación